(1) Amarillo
Abuelo me lo contó. Los tranvías circulaban saturados y de sus costados colgaban los pasajeros. El vagón arrancaba y algunos intentaban ascender. Corrían y brincaban estirando brazos y piernas, para lanzarse a disputar un reducido espacio entre los estribos. Unos lo lograban. Otros rebotaban y caían al concreto mientras el tranvía seguía su destino. Bogotá tenía casi 700 mil habitantes. Almacenes, cafés y restaurantes se podían contar por decenas a ambos lados de la calle del tranvía. Vendedores de cachivaches se difuminaban por ahí. A la calle séptima le decían Calle Real y era remecida por la marcha del tranvía. Así que un torrente de transeúntes desbordaba los andenes. Para neutralizar el frío de los 2.610 metros de altura, la gente vestía ruanas, sobretodos y gabardinas. El sombrero era prenda ineludible de la quinta ciudad más grande del cono sur, después de Sao Paulo, Buenos Aires, Río de Janeiro y Lima. Abuelo solía caminar a buen paso por la estación del tranvía, las manos en los bolsillos. Sintiéndose una microscópica célula en el innumerable cuerpo de la ciudad, disfrutaba la música, la algarabía y el rumor de los diálogos en esquinas y cafés. Esmaltados postes de hierro coronados por amarillas bombillas ensalzaban la noche. Las edificaciones republicanas –paredes, muros, cenefas de ladrillo pulido– le parecían a abuelo tan amarillas que durante mucho tiempo sintió que Bogotá era una ciudad amarilla, con fiebre. Eso sentía él, antes de El Bogotazo.

(2) Azul (9 de abril de 1948)
Azul, muy azul, enfatiza abuelo. El cielo resplandecía como un inmenso espejo azul, sobre el cual un incandescente sol se recortaba. Abuelo se aproximaba al Parque Santander. Bajo su brazo traía un libro nuevo de Julio Flores. Abordaría el tranvía en pocos minutos. Un lustrabotas lo hizo detener. Se sentó, desdobló el periódico y empezó a ojear. Tic tac. Tic tac. Miró con el rabillo del ojo su reloj: 12:50 m. Echó un vistazo y vio el paisaje citadino en calma. El aire revolvía gabardinas, desajustaba sombreros de transeúntes y removía en sutil vaivén los billetes de lotería expuestos en el parque. Cuando quiso pagar al lustrabotas, abuelo escuchó un aullido salvaje que resonó en los tímpanos de toda la ciudad: mataron a Gaitán.

(3) Y Rojo
Abuelo se sintió embrollado y huyó en busca del tranvía. A su paso vio la horda de habitantes que destrozaban todo cuanto a su paso se atravesaba. Vio los tablones que fragmentaron los vidrios, las multitudes enervadas que saqueaban los almacenes, la horda desesperada disgregándose esquizofrénica. Vio los muertos cayendo, las cenizas y los machetes. Vio al pueblo agitar su furia en el pandemónium de la histeria. Vio los artefactos cayendo del cielo, como si llovieran rocas. Al llegar a la Plaza de Bolívar vio el último tranvía entre llamas y ceniza. Y en torno al tranvía, vio el rojo río de sangre que se abría paso entre el polvo, los gritos, los escombros y el incendio en que la ciudad ardía.
Por: David Donatti
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